Una vez alguien me preguntó si valía la pena elegir una piel de oveja real.
“Hay unas sintéticas que se ven igual”, dijo. “Y son más baratas.”
No discutí. Solo le ofrecí pasar la mano por una y luego por la otra.
No le dije nada más.
No hizo falta.
La primera vez que sentí una piel real fue en casa de campo de una buena amiga.
Estaba sobre una silla de madera, junto a una estufa encendida.
No tenía etiqueta ni marca ni promesa.
Tenía calor. Tenía peso.
Y tenía historia.
Era suave, sí, pero no artificialmente perfecta.
Tenía mechones más gruesos que otros.
Algunas partes más claras, otras más oscuras.
Y algo en ella —no sé explicar qué— me hizo quedarme más tiempo sentado.
No solo me abrigaba: me sostenía.
Con los años volví a encontrar muchas pieles sintéticas.
Bien hechas, incluso bonitas.
Pero todas compartían algo:
eran demasiado iguales.
Demasiado livianas.
Demasiado calladas.
No se sentía en ellas ese murmullo sutil de las cosas vivas.
Ese eco de viento del sur, de tierra húmeda, de pasto alto.
Una piel real es imperfecta.
Y por eso mismo, única.
Viene de un ciclo. Viene del mundo.
No está hecha para parecer —está hecha para ser.
Y no solo abriga el cuerpo.
Abriga el espacio. El momento. El gesto.
Elegir una piel real es una forma de recordar lo esencial.
De volver a lo que pesa un poco más.
De habitar con objetos que no brillan, pero acompañan.
Que no mienten.
Que están.
Hoy, cuando me preguntan si se nota la diferencia, vuelvo a ofrecer lo mismo:
“Pásale la mano. Y escucha.”
Hay objetos que decoran.
Y hay objetos que viven contigo.
En Mercat Blanc elegimos lo segundo.
Y si tú estás aquí leyendo esto, probablemente también.
No todas las pieles encuentran su hogar al primer intento.
Algunas esperan... otras eligen.
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En qué se diferencia una piel real de una sintética.