La primera vez que tuve una piel de oveja entre las manos, no supe muy bien qué hacer con ella. No tenía instrucciones. No venía con manual. Solo estaba ahí: suave, tibia, con un olor sutil a algo que alguna vez fue tierra, abrigo y silencio.
La puse en una silla. Después en el piso. Luego sobre mis piernas mientras leía.
Era curioso. No importaba dónde la colocara, siempre encontraba forma de pertenecer. De calzar.
De quedarse.
Con el tiempo me di cuenta que no era una pieza más.
Tenía algo de criatura dormida, algo de objeto sagrado.
Y sí… me acompañaba.
No hacía ruido, no ocupaba espacio. Pero estaba.
Una mañana de otoño, mientras acomodaba el taller, la sacudí con suavidad.
Y entendí que también me pedía cosas.
No muchas. Solo un poco de aire. Algo de sombra. A veces, un cepillo o una mano abierta.
Nunca me reclamó nada. Pero cuando le daba cuidado, se inflaba de nuevo.
Como si se despertara.
Ahí comprendí: no se trataba de usarla. Se trataba de convivir.
De respetar lo que abriga, lo que estuvo vivo, lo que sigue entregando calor sin pedirlo.
Hoy ya no la muevo tanto. Tiene su lugar, como un altar pequeño.
No porque se haya vuelto frágil, sino porque ya la reconozco como parte del espacio.
Como esas cosas que uno no explica, pero sabe que están para recordarte algo.
Y si tú tienes una, o si está por llegar, no te preocupes por hacer lo correcto.
Sólo escúchala.
Pásale la mano de vez en cuando.
Sácala a respirar si lo necesitas tú también.
Y deja que sea parte de tu casa como quien deja entrar a un viejo espíritu amistoso.
Después de todo, hay objetos que nos cuidan.
Y esta piel es uno de ellos.
Si algo en ti se sintió llamado, no lo ignores.
La piel que espera encontrarte está aquí:
☞ Adquirir piel natural de oveja
No hay dos iguales. Pero todas saben cómo quedarse.
Cuando la lana también respira.